A Otar Iosseliani (Tbilisi, 1934) le gusta verse como una piedra rodante. Como una roca que ha atravesado geografías y periodos distintos con una resistencia casi total al poder de la erosión. Le habrán impedido ejercer su oficio sin descanso —primero, los censores soviéticos y después las leyes de la comercialidad, ambos igual de inclementes—, pero el cineasta georgiano sigue en pie. Como premio a la longevidad de su compromiso con el cine, Iosseliani ha recibido este fin de semana un homenaje en el festival Punto de Vista de Pamplona, que ha proyectado seis de sus películas, siempre marcadas por una mirada poética a la vez que insolente, a menudo, comprometida con las culturas tradicionales y los descastados de la industrialización.
A pocas horas del homenaje del festival navarro, Iosseliani afirmaba sentirse “más o menos bien”. “Bien, porque estoy con mis nuevos amigos de Pamplona. Y mal, porque hacía treinta años que no venía y descubro que han destrozado la ciudad. Si esto es la modernidad, me parece un asco”, responde el cineasta al teléfono. Esa mirada pesimista sobre el supuesto progreso no se limita a cuestiones arquitectónicas. Iosseliani, gruñón impenitente, dice haber dejado de entender un mundo que nos impulsa a olvidar el pasado. “La pesadilla del presente nos fuerza a olvidar todo lo que nos ha precedido, de Platón a Montaigne, de la cultura egipcia a la mongol. La cultura hindú, que brilló durante tantos siglos, se ha convertido en Bollywood”, afirma.
Nacido en una familia pequeñoburguesa de esa Georgia que sigue recordando con tono elegíaco, hijo de un padre ingeniero de caminos que consideraba el cine un oficio de truhanes, Iosseliani estudió matemáticas en Moscú, antes de darse cuenta de que no sería su destino. “Entendí que, en el fondo, un matemático trabajaba para la masacre, para la creación de armas de destrucción masiva. Si me dediqué al cine fue para no participar en eso”, relata. A partir deAbril (1962), alegórico poema sobre la falta de intimidad de una joven pareja, se enfrentó regularmente a la censura, un sistema perverso que le permitía rodar pero no estrenar. “Era un cuento de hadas, y no existe nada más peligroso que eso para los regímenes totalitarios”, dijo una vez. Hoy se niega a hablar de la situación en Ucrania. “Para hablar de esos asuntos, hay que ser un profesional. Y yo solo soy un pequeño ciudadano. Pero lo que están haciendo los rusos me parece un asco”, se limita a apuntar.
Exiliado en Francia desde finales de los setenta, Iosseliani ha sido desde entonces un cineasta disidente en el sentido más amplio del término. Dice sentirse cada vez más solo. “Queda un pequeño núcleo de resistentes, pero cada vez somos menos”, admite. Ubica en el grupo a cineastas como Jacques Rivette y Aki Kaurismäki, aunque duda que tengan una influencia real entre el público joven. “¿Qué menor de 25 años conoce hoy a Jean Vigo, a René Clair o a Jacques Tati? Incluso Chaplin, que fue el más comercial, hoy ya no emociona a nadie. La televisión ha inyectado ese microbio que destruye todo lo que implique pensar. Se trata de una catástrofe intelectual y moral”.
Cuesta rebatir los argumentos de un hombre convencido de tener razón, aunque se puede intentar, argumentando que el cine siempre ha sido una industria. “De acuerdo, pero no era una pesadilla igual que la de hoy. Le veo mal futuro, porque la gente que todavía tiene un poco de corazón y de cabeza lo está abandonando. No quieren hacer más películas, porque el cine se ha convertido en una idiotez sometida al comercio”, sentencia Iosseliani.
Pese a su desesperanza, el cineasta ha seguido trabajando, como si se forzara a ver la luz al final del túnel. “Lo he hecho esperando que haya alguien en la sala a quien le sirva de algo lo que digo. Lo he hecho para que esa persona no se sienta solo, para que no se encuentre en la desesperación. Mientras haya una sola persona a quien le sirva de algo, seguirá valiendo la pena”, afirma. Pero ese repentino optimismo tiene matices. En su última película hasta la fecha, Chantrapas, relato autobiográfico que estrenó en Cannes en 2010, el protagonista era un cineasta enfrentado a todo tipo de obstáculos para estrenar su película. Cuando por fin lo lograba, solo dos espectadores aguantaban hasta el final de la proyección. Uno era el mismo Iosseliani. La otra era su mujer. Puede que no exista una imagen más contundente para describir su soledad.
A pocas horas del homenaje del festival navarro, Iosseliani afirmaba sentirse “más o menos bien”. “Bien, porque estoy con mis nuevos amigos de Pamplona. Y mal, porque hacía treinta años que no venía y descubro que han destrozado la ciudad. Si esto es la modernidad, me parece un asco”, responde el cineasta al teléfono. Esa mirada pesimista sobre el supuesto progreso no se limita a cuestiones arquitectónicas. Iosseliani, gruñón impenitente, dice haber dejado de entender un mundo que nos impulsa a olvidar el pasado. “La pesadilla del presente nos fuerza a olvidar todo lo que nos ha precedido, de Platón a Montaigne, de la cultura egipcia a la mongol. La cultura hindú, que brilló durante tantos siglos, se ha convertido en Bollywood”, afirma.
Nacido en una familia pequeñoburguesa de esa Georgia que sigue recordando con tono elegíaco, hijo de un padre ingeniero de caminos que consideraba el cine un oficio de truhanes, Iosseliani estudió matemáticas en Moscú, antes de darse cuenta de que no sería su destino. “Entendí que, en el fondo, un matemático trabajaba para la masacre, para la creación de armas de destrucción masiva. Si me dediqué al cine fue para no participar en eso”, relata. A partir deAbril (1962), alegórico poema sobre la falta de intimidad de una joven pareja, se enfrentó regularmente a la censura, un sistema perverso que le permitía rodar pero no estrenar. “Era un cuento de hadas, y no existe nada más peligroso que eso para los regímenes totalitarios”, dijo una vez. Hoy se niega a hablar de la situación en Ucrania. “Para hablar de esos asuntos, hay que ser un profesional. Y yo solo soy un pequeño ciudadano. Pero lo que están haciendo los rusos me parece un asco”, se limita a apuntar.
Exiliado en Francia desde finales de los setenta, Iosseliani ha sido desde entonces un cineasta disidente en el sentido más amplio del término. Dice sentirse cada vez más solo. “Queda un pequeño núcleo de resistentes, pero cada vez somos menos”, admite. Ubica en el grupo a cineastas como Jacques Rivette y Aki Kaurismäki, aunque duda que tengan una influencia real entre el público joven. “¿Qué menor de 25 años conoce hoy a Jean Vigo, a René Clair o a Jacques Tati? Incluso Chaplin, que fue el más comercial, hoy ya no emociona a nadie. La televisión ha inyectado ese microbio que destruye todo lo que implique pensar. Se trata de una catástrofe intelectual y moral”.
Cuesta rebatir los argumentos de un hombre convencido de tener razón, aunque se puede intentar, argumentando que el cine siempre ha sido una industria. “De acuerdo, pero no era una pesadilla igual que la de hoy. Le veo mal futuro, porque la gente que todavía tiene un poco de corazón y de cabeza lo está abandonando. No quieren hacer más películas, porque el cine se ha convertido en una idiotez sometida al comercio”, sentencia Iosseliani.
Pese a su desesperanza, el cineasta ha seguido trabajando, como si se forzara a ver la luz al final del túnel. “Lo he hecho esperando que haya alguien en la sala a quien le sirva de algo lo que digo. Lo he hecho para que esa persona no se sienta solo, para que no se encuentre en la desesperación. Mientras haya una sola persona a quien le sirva de algo, seguirá valiendo la pena”, afirma. Pero ese repentino optimismo tiene matices. En su última película hasta la fecha, Chantrapas, relato autobiográfico que estrenó en Cannes en 2010, el protagonista era un cineasta enfrentado a todo tipo de obstáculos para estrenar su película. Cuando por fin lo lograba, solo dos espectadores aguantaban hasta el final de la proyección. Uno era el mismo Iosseliani. La otra era su mujer. Puede que no exista una imagen más contundente para describir su soledad.
Fuente: Cultura Bogotá
Publicar un comentario